Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Ante la Puerta Negra

      Pasaron algunos días, los capitanes habían decidido qué rumbo habrían de tomar. Necesitaban darle tiempo a Frodo, distraer al Enemigo mayor, llamando su atención con un reto desesperado. Así, se preparó un ejército de no más de siete mil Hombres. Partirían al nacer el segundo día hacia la Puerta Negra. Si embargo, nada convencía a Legolas que aquel Caballero blanco había sido una visión, nada más que una ilusión causada por la fatiga. Buscó en toda la Ciudad, pero no obtuvo respuestas. Desistiendo de la búsqueda, tomó sus armas y buscó a su amigo Gimli. Largo rato hablarían antes de emprender la marcha.
     
     
      Habían cabalgado varias leguas, la Luna se había ocultado tres veces desde que salieron de Minas Tirith, hasta que al fin llegaron al valle maldito. Aquello era horrible, un páramo desolado y pestilente. El suelo despedía vapores hediondos y la roca ardía. Pantanos contaminados y repugnantes charcos de un color indefinible veteaban la llanura.
-Polvo, niebla y un cielo contaminado de mal... Bah, esto es para deprimir a cualquiera –se quejó Gimli.
-No a cualquiera, Gimli hijo de Gloin. No te he visto flaquear más de una vez, y esto fue porque no estabas apto para correr más de media milla sin cansarte. Mas ahora la batalla está frente a ti, y los Hombres necesitan de tu hacha.
-Y de tu arco. Sí, tienes razón; más que bien he comprendido tus palabras, al final de este valle pestilente nos espera una batalla que tal vez signifique el fin de todo. No, no me contenta saberlo, mucha honra daré a mi hacha este día, aunque nadie quede con vida para recordarlo.
-¿El fin de todo dices? Es posible que así sea, pero la esperanza aún nos acompaña.
-Esa esperanza está demasiado lejana, es difusa y esquiva. Ah, si tan sólo alguien le llevase mis venturas a la Montaña, donde me espera mi anciano padre.
-Hablas con la misma nostalgia que a mí me embarga por mi Bosque. Pero yo digo, ¡que los vientos recojan las noticias y las lleven al Norte! Pues así perezcamos hoy aquí, Gimli, tus hazañas y las mías serán recordadas, la Dama del Bosque escuchará los vientos y cantará para Elfos, Hombres y Enanos todo cuanto aquí acontezca.
-Si lo que dices es verdad... ¡Bendita sea la hora en que acepté cabalgar junto a ti, Elfo amigo!
-Bendita sea. Ah, ya nos acercamos, ¡mirad! La Puerta Negra se alza ante nosotros.

      Y así fue. Las Puertas de abrieron apenas y la Boca de Sauron habló y despreció condiciones y advertencias. El oscuro ser mostró entonces las pertenencias de Frodo, así creyeron que éste había muerto y la última reserva de esperanza se acabó. A un llamado del horrísono cuerno de los heraldos oscuros, la Puerta se abrió de par en par, y batallones enteros de orcos fornidos se abalanzaron sobre ellos. Pero lograron subir a sus caballos y llegar hasta donde su ejército los aguardaba. El Elfo y el Enano, desesperanzados y con el corazón oprimido, contemplaron el paisaje. Pensaban en todo cuanto amaban y empuñaron sus armas. Al fin, habló el Elfo.
-La puerta ha sido abierta, la Boca de Sauron ha hablado, las huestes nos acosan... ¡Oh, vientos! Si esta ha de ser mi última batalla, llevadle las noticias de mis hazañas a mi amada Dama, decidle que mi arco cantó y que esgrimí mi espada junto al hacha.
-Y el hacha Enana fue blandida con orgullo junto a la espada élfica –dijo el Enano.
      Entonces, ambos amigos se miraron. Y a Legolas le pareció ver en los ojos del Enano una sabiduría inconmensurable, como un antiguo Señor de la Montaña, un auténtico descendiente de Dúrin, pues era fuerte y arrogante; y sus manos callosas y sus párpados cansados lo hacían parecer aún más poderoso. Y el Enano creyó ver a un rey Elfo, hermoso y altivo, con los ojos que brillaban como gemas y el cabello de oro, su postura era la de un guerrero, pero su mirada inspiraba nostalgia. Los amigos se dieron la mano y avanzaron hacia la batalla.

      Sangre, tierra, suciedad, gritos. Todo, todo era terrible. A lo lejos los tambores no dejaban de retumbar, y aquella percusión horrible acompañaba cada envestida del enemigo. Más sangre, más tierra, aquí y allá caían los cuerpos mutilados. Nadie pudo narrar con palabras, nadie pudo contar con exactitud lo que sucedió ese día. No hay lengua sobre la Tierra que pueda describir el horror de sentirse acorralado, de no tener más defensa que una espada mellada o unas cuantas flechas rotas. La impotencia de no poder hacer más, pero... ¿era posible hacer más? Aquello era, sin duda, la perdición para todas las razas. Así pensaban los Hombres, pero aún así no dejaban de luchar. El rey Elessar blandía una espada magnífica y derribaba a cuanto enemigo se cruzase en su camino. Muerte, la caída de los Hombres, muerte y gloria. Si habían de morir aquel día, lo harían sobre sus dos pies, agitando la espada y gritando su honor. La suerte estaba echada, muerte, muerte, el fin de todo, seguían pensando, pero la mano no soltaba la espada y el arco no dejaba de catar y el hacha cortaba y destrozaba enemigos.
-Todo está perdido ya. ¡Adelante, maese Elfo!, ¡adelante! No has de caer ahora. No antes de contar mis hazañas –decía el Enano luchando desesperadamente.
-Ambos tendremos oportunidad de hacerlo. ¡Vamos! No bajes tu hacha –respondió Legolas, y su arco cantaba sin cesar.

      Fue una lucha encarnizada, los enemigos eran feroces y destrozaban y cortaban y rasgaban y mordían. El ejército de Gondor se replegó en una colina e intentó protegerse formando un círculo de lanzas. Hacia delante se extendía una llanura irregular y sucia, los orcos preparaban nuevas embestidas, cada una más fuerte y violenta que la anterior. Los Hombres creyeron que tal vez podrían resistir así algún tiempo, pero, para aumentar la desesperanza, tropas de numerosos Hombres del Este llegaban por la retaguardia y las filas de trolls se habrían paso penetrando a punta de garrotazos la débil pared de lanzas. De manera que estaban como en una especie de isla, como náufragos abandonados, perdidos, acorralados sin remedio en un mar de muerte y sufrimiento. El miedo y la desesperanza creció en los corazones de los soldados, ya no pensaban en ganar, sino en obtener gloria tras su eminente muerte, lo estaban dando todo. Terror, dolor, angustia. Los nazgul y sus bestias aladas volaban en círculo, como olfateando la carroña. Y los tambores no dejaban de sonar. Los trolls tenían armas terribles, capaces de infundir temor con tan sólo verlas en sus manos nudosas. Los hermosos Caballeros de Dol Amroth se erguían y sacudían las espadas, las flechas silbaban en el aire, más caídos, más mutilados. Y los Hombres seguían cayendo. Jinetes hermosos y de brazos fuertes peleaban pensando en su última victoria, los caballos poderosos eran derribados por las mazas de aquellas criaturas de piel callosa, todos, desde el más humilde hasta el más noble, no pensaban sino en conquistar la gloria que sólo morir en una batalla peleada con orgullo puede dar. Y los Hombres seguían cayendo. Y los tambores no dejaban de sonar. Pero en ese momento algo extraño pasó. El Elfo, bravo y alto, se quedó quieto, absorto. Miraba el horizonte con esperanza. El Enano pensó que su amigo se había rendido y trató de reanimarlo con un empujón.
-No dejes de luchar, Legolas. ¡No ahora, amigo mío! –decía el Enano casi suplicando.
-Mira, Gimli. Creo estar hechizado –dijo el Elfo, pues allá, no muy lejos, una delgada fila de jinetes blancos se acercaba a todo galope-. Sí, sí. Puedo verlo. No es un hechizo. ¡Puedo verlo! ¡Jinetes Blancos!



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