Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Negocios bajo la Montaña

-Veinticinco –dijo uno.
-Que sean veinte -acotó un segundo.
-Yo digo dieciocho ¡y nada menos! –gritó un tercero, con lo que los demás Enanos empezaron a refunfuñar.
-¡Momento, gentiles Señores! –se impuso Rilrómen-, me habían dicho que los Enanos eran gente hábil en los negocios, en nada parecidos a los desesperados Hombres que enloquecen en los mercados por convencer al primer incauto que pase frente a sus ojos –esto, desde luego, calmó a los Enanos, mas los dejó con la duda de si sentirse halagados o no por las palabras del Elfo.
-La verdad... no estoy muy convencido, veinte pepitas de oro me parecen un precio razonable por tamaña mercancía, se trata de un broche, pequeño, pero hábilmente trabajado –dijo el segundo Enano.
-Basta, basta; sólo acosáis al señor –dijo el tercero-, yo tengo un mejor negocio para nuestro más amable cliente.
-¿Qué tienes para ofrecerme ahora, gran Órin? –preguntó Rilrómen sin hacer muy evidente su interés en el negocio.
-Una gran oferta sin duda –aseveró el Enano y llevando aparte a Rilrómen agregó en voz muy baja: - Si pudiese venir conmigo un momento tal vez pueda mostrarle a qué me refiero.

      En efecto, como ya imagináis, el inquieto y muy curioso Rilrómen no esperó una segunda invitación y marchó con Órin hacia unos almacenes que se encontraban más allá de donde debía esperar a Mirluin, que continuaba en tratos con otro jefe Enano. Una bonita cueva con marcos y pestillos enchapados en plata se alzaban al final de un acogedor túnel, un trabajo perfecto de minería que el Elfo sabía apreciar bien, después de todo, él era quien mejor llevaba y comprendía a los Enanos. Luego de pasar por el brillante portón caminaron todavía un trecho hasta que al fin llegaron a una pequeña bodega donde, según decía Órin, guardaba lo más selecto de su mercancía. Y en efecto, la habitación estaba repleta de broches como los que el Elfo buscaba, y además había joyas de colores y cotas de malla relucientes y delicadas florcillas de algún tipo de metal que Rilrómen no lograba adivinar, ganchos deliciosamente trabajados en oro y gemas blancas, fuentes para un banquete real, copas dignas de un rey y uno que otro juguete encantado que los Enanos fabricaban con suma habilidad. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Rilrómen fue un extraño juguete: como una cajita o un pequeño joyero, de color verde con pequeños destellos de colores, pequeñísimo y delicado, el muchacho lo tomó despacio y con ambas manos, como temiendo que fuese a romperse con el solo contacto.
-Una buena elección, Señor –dijo Órin, interrumpiendo los pensamientos del Elfo.
-Sólo me detuve a ver este... este... ¿cómo rayos llamas a esto? –estalló Rilrómen, que no se caracterizaba precisamente por ser muy amable.
-Algo muy obvio para quien está acostumbrado a las buenas compras y no a los regateos –dijo Órin, cuyas maneras no eran muy distintas de las de Rilrómen.
-Vamos Órin, suelta ya lo que tengas que decirme. Esperan por mí a la entrada de tu ciudad y créeme que no tendrán mucha paciencia si decido hacerlos esperar –dijo Rilrómen.
-Verá mi señor, lo que tiene entre las manos no es un juguete cualquiera, se trata de un artefacto mágico, hecho hace muchísimo tiempo por habilísimas manos, protegido por grandes encantamientos... –así hablaba el Enano y Rilrómen se deshacía de curiosidad y su interés cada vez era más obvio pues no podía quitar la vista de la cajita-. Es, resumiendo, un cofre de esmeraldas, pero no esmeraldas cualquiera... piedras que cualquier Enano de la Montaña puede trabajar, no... esto es más poderoso que la protección de un dragón, créame Señor, más seguro que los encantamientos de los Elfos. ¡Permítame demostrarle!

      Órin tomó con una mano el pequeño cofre y con la otra buscó entre sus ropas y sacó de uno de sus bolsillos una pequeñísima llave plateada, luego dijo: - Esto no es sencillo, tiene un encantamiento que oculta su secreto, y éste sólo puede ser develado contra la luz del fuego o la luna, ¡vea!
     
       Y así hizo el Elfo, ¿y qué creéis que vio? ¡Pues nada!, sí eso: nada, la cajita de un momento a otro desapareció en el aire, pero las manos del Enano aún sostenían algo, luego dijo: - Tómela Señor, despacio y no deje de ponerla contra la luz. Rilrómen hizo lo que el Enano le decía, podía sentir el peso, muy liviano, de aquel juguete, estaba allí en sus manos pero sus ojos no decían lo mismo. Véala, véala, repetía Órin pero Rilrómen seguía sin poder ver. Cuando el Elfo empezaba a impacientarse... una hendidura diminuta, una grieta en el aire apareció, ¿un agujero en el vacío? Exacto, ¡era el ojo de la cerradura! Rápidamente, y sin esperar que Rilrómen lo pidiese, Órin introdujo la llave en la grieta y cuando le hubo dado tres vueltas ¡el cofre apareció!, una graciosa música de arpas resonó en la habitación mientras abrían la tapa. El Enano tomó un puñado de piedrecillas de colores que había en un saco de cuero muy cerca del fuego, y una a una las fue introduciendo en el cofre, una, dos, tres, ..., diez, once, doce, ..., veintitrés, veinticuatro, ¡veinticinco piedrecillas! Aquello era increíble, por su tamaño cualquiera hubiese supuesto que no cabían más de siete u ocho piedrecillas como esas, ¡pero entraron veinticinco!
-Una baratija muy curiosa –opinó Rilrómen-, ¡la llevaré!, ¿cuánto pides por ella?
-Verás, las pepitas de oro no son algo que de veras necesite... estaba pensando en que... tal vez...
-Habla ya Órin, ¿qué quieres que te de a cambio de este juguete?
-Si no mal recuerdo, cuando entraste al túnel, tú y tus hermanos portaban hermosas mantas blancas con deliciosos bordados. Los Enanos no sabemos mucho de vestidos pero... hay que reconocer la delicadeza y exquisitez de esas ropas, me preguntaba si era posible hacer un trueque.
-Bien, ¿por qué no? Las ropas que viste fueron bordadas por mi hermana y sus doncellas, un bello trabajo en verdad, creo que es justo que lo pidas a cambio del cofre de esmeraldas –dijo Rilrómen al tiempo que mostraba a Órin la bella capa que tenía doblada bajo el brazo.
-Hermoso, hermoso... hum, bien, bien.
-No sabía que los Enanos fueran tan vanidosos –rió el Elfo.
-No, no, no es para mí. Lo quiero para un regalo... –pero de inmediato calló, pues no deseaba hablar de sus asuntos con Rilrómen. Enrojecido y deseoso de terminar de una vez el trato, puso el cofrecillo en vuelto en pieles en manos del Elfo, luego éste dobló delicadamente la capa bordada y la entregó al Enano.
-Bueno, ahora que el trato está cerrado... ¡es hora de celebrar! –dijo Rilrómen, aunque más tarde se arrepintió de haberlo dicho, pues las celebraciones de los Enanos no son como las conocen los Elfos.



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