Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Amargas decisiones
     
 La noche envejecía, Linorn y Nimedhel conversaban en susurros sobre lo que pasaba alrededor del Bosque y más allá. Sin embargo, un extraño presentimiento les pesaba en el corazón, se preguntaron entonces dónde estarían sus hermanos mayores. La respuesta apareció ante ellos, emergiendo de la Oscuridad. Rilrómen estaba ante ellos ahora, y al verlo no fue necesaria una explicación, pues de inmediato comprendieron que sus presentimientos y temores no eran en vano.

-Entonces... ha partido –dijo Nimedhel casi sin aliento, contemplando a su hermano: los ojos húmedos por el amargo llanto y la diadema adornando su frente joven.
-Así es. Va hacia lo que él cree que será su última batalla –dijo Rilrómen con un aire grave.
-Rilrómen, ¡¿cómo... cómo has podido permitírselo?! –estalló Linorn.
-Linorn, pequeño hermano. Debes entender...
-¿Entender qué, grandísimo loco?, ¡tú y Mirluin han enloquecido! –Linorn atacó con palabras duras a su hermano, quien se sorprendió muchísimo, pues nunca antes Linorn había tenido arrebatos como ese.
-Hermano... –dijo Rilrómen abrazando a Linorn, quien no podía ocultar las lágrimas-. No se han perdido todas las esperanzas. Pero, hablemos ahora, pues como Señor tengo que resolver algunas cosas con ustedes. Son órdenes y no sugerencias, así que no espero negativas.
 
 Los tres hermanos charlaron largamente, hasta que el Sol se asomó de nuevo entre las colinas. A esa hora, se presentaron ante el rey.
-¿Partir dicen? –preguntó el rey cuando Rilrómen le hubo manifestado su decisión de ir a los Puertos-. Oh, esto no me lo esperaba, ¿dices que Mirluin ha ido a la guerra? Y ahora ustedes también se marchan.
-Señor, mucho tememos por el destino de nuestro hermano mayor, el príncipe Mirluin. Pues partió del Bosque dispuesto a todo, desde acudir en auxilio de los Hombres, hasta... perder la vida en la batalla –dijo Rilrómen, pero al decir la última frase la voz se le quebró. Agachó la cabeza y se sumió en tristes pensamientos, sus hermanos lo imitaron.
 Entonces, el rey descendió de su trono de cedro y, conmovido, tomó el rostro de Rilrómen entre sus manos. Así vio Thranduil sus ojos de chiquillo inocente y triste, y en Linorn esa apariencia de infancia eterna, y en Nimedhel aquella dulzura tan natural. Y contemplándolos, el rey recordó entonces a su propio hijo, pues creyó ver a Legolas en cada uno de los hermanos.
-Sí –dijo el rey al fin-, nuestra angustia es la misma. Ay, mucho lamentaré verlos partir. Su llegada, hijos míos, fue como una bendición del Cielo. Vosotros y vuestra gente han enriquecido  al Pueblo del Bosque de muchas maneras. Sin embargo, todo ser posee un destino diferente. Y si el de ustedes es irse... no lo impediré. Así como a mi hijo, Legolas, también los apoyo y bendigo en la hora de las decisiones más duras. Pero... ¿cuándo partiréis?
-Iremos a los Puertos mañana mismo, Señor –respondió Linorn-. Tal es la voluntad de nuestro hermano.
-Así es, alteza –dijo Nimedhel-, fue la última orden que Mirluin dejó para nosotros. Y, aunque muchos no queramos, debemos obedecer.
-Ah, todos mis hijos me abandonan –se lamentó el rey-. No negaré que esto me aflige, pero si tal es la decisión del Señor de vuestro clan, no me opondré.

 De este modo, los Elfos del clan de Harmírion fueron reunidos antes del amanecer del día siguiente, en caballos arrogantes y envueltos en negras capas, se despedían del Bosque con miradas tristes. Traían túnicas blancas y doradas debajo de las capas, ropas en nada parecidas a las vestiduras de los elfos de Thranduil, que se confundían con las hojas y los árboles. A todos les pesaba en el corazón el tener que abandonar lo que ya habían llegado a considerar su hogar. Pero también había entre ellos gente del reino del Bosque que, por lazos de amor y amistad, cruzarían el Mar con los Elfos del Señor Rilrómen. El rey se acercó entonces a Nimedhel y le habló de manera que sólo ella pudiese escucharlo.
-Amada Nimedhel, no hablaré por mí en esta hora de separación. Sólo quiero pedirte, en nombre de alguien a quien los dos amamos, que reconsideres este viaje. Pues, ¿me equivoco al pensar que tú y mi hijo están unidos por el amor? –preguntó el rey, pero la muchacha tenía una mirada fría y una expresión de dolor.
-Mi Señor. No niego que por largo tiempo mi corazón abrigó amor hacia vuestro hijo. Y él mismo me lo dijo con palabras dulces. Pero... no. Tal vez estaba yo equivocada al pensar que durante tan largos años sus ojos sólo podían estar fijos en mí. Él tiene otro camino, uno muy distinto al mío. No Señor, no he de quedarme. Obedeceré al que ahora es el Señor de mi Casa, me marcho.
 El rey, apenado y convencido de que nada haría cambiar de opinión a Nimedhel, besó en la frente a cada uno de los hermanos y los bendijo innumerables veces. Rilrómen se inclinó ante él y, luego de ponerse a la delantera del numeroso grupo, inició la marcha. Muchas veces voltearon los rostros para tener, lo que ellos creían, las últimas visiones de su amado Bosque. Nimedhel giró el rostro una sola vez y vio, oculta entre la maleza y la roca, una doncella que sonreía satisfecha: Ryriel. Ésta le hizo una reverencia exagerada, burlona y luego le dijo adiós con las manos. Pero Nimedhel estaba demasiado triste, aún para indignarse.

El Sol se ocultaba en el Oeste, era el segundo día desde que dejaran el Bosque. Los Elfos recordaron tiempos remotos, cuando sus Señores se perdieron y tuvieron que errar sin rumbo durante largos años. Hacía frío y Rilrómen cabalgaba delante de todos ellos, y tras él el portaestandarte llevaba la bandera de su clan. Tal y como hiciera Mirluin en los tiempos de peregrinaje, se adelantó más y más hasta quedar alejado del resto. Pero Nimedhel y Linorn lo siguieron en sus rápidos caballos. Cuando estuvieron a ambos lados de Rilrómen, conversaron.
-Sé lo que van a decir –dijo Rilrómen.
-Aún así lo diremos –acotó Linorn.
-No tenemos que hacer esto, Rilrómen –dijo Nimedhel-. No tenemos por qué irnos.
-Cierto. Mirluin ha ido a la guerra a luchar al lado de nuestro amado Legolas. Pero ambos son Elfos poderosos, sé que regresarán. Ellos volverán. No hablamos de Hombres, que sucumben rápido y no dejan recuerdo, sino de dos Señores Elfos –dijo Linorn.
-Basta ya. Oh, ustedes dos son más pesados que las moscas en los oídos –respondió Rilrómen.
-Y pensar que Mirluin te decía lo mismo cuando lo atormentabas con tus preguntas –dijo Nimedhel-. No, no quiero hablar en pasado. Dos de los seres que más amo pelean en el Sur, mi hermano y...
-¿Qué te ocurre, Vannie?, ¿por qué no pronuncias el nombre de Legolas? –preguntó Linorn.
-Mucho me cuesta siquiera pensar en él –respondió Nimedhel con amargura-. Si quieres saber más... sólo te diré que temo una traición, Linorn. Temo que me haya mentido.
-No, no lo creo –dijo Linorn.
-Cierto o no, él mismo tendrá que contestarnos –dijo Rilrómen deteniendo la marcha de su caballo.
-¿Qué quieres decir con eso, Rilrómen? –preguntaron ansiosos sus hermanos.
-No estoy seguro... Debo pensar mucho sobre esta posibilidad –dijo Rilrómen como hablando para sí mismo.
-Oh, ¿de qué hablas, hermano?, ¿acaso piensas en ir tú también hacia la guerra? –preguntó Nimedhel-. Porque si piensas así, entonces iremos contigo.
-No solo –dijo Rilrómen. Sus hermanos no comprendieron muy bien el mensaje, pero Rilrómen dudaba-. No, no los arriesgaré. Tengo una responsabilidad con ustedes y me he comprometido a protegerlos.
-Entonces, ¿hemos de abandonar esta Tierra sin los que más amamos? –preguntó Linorn.
-Debo pensar, debo meditarlo mucho. No puedo negarme a cumplir la voluntad de Mirluin, pero... mi corazón aún abriga esperanzas. Es posible que... Oh, de nuevo estoy divagando. Dejadme solo, meditaré en la oscuridad. Mañana, cuando el Sol nazca de nuevo, les diré mi decisión.

 Los hermanos no comprendieron bien las palabras de Rilrómen, pero obedecieron. Ahí, solo y afligido, Rilrómen, Señor de Elfos, meditó toda la noche, hallando paz en la luz de las estrellas, cobijado por el cielo y arrullado por el susurro del viento.



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