Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Las palabras de Ryriel

 Se ha contado ya que los Elfos del clan de Harmírion del Valle llegaron al Bosque Negro hace incontables años, ahí convivieron con los Elfos del Reino de Thranduil. La vida de estas hermosas criaturas fue, a pesar de la amenazante Oscuridad, hermosa y pacífica, pues integrados ahora en un solo Reino, compartieron secretos que sólo ellos conocerían.

 Los Elfos de Thranduil, habiendo vivido siempre internados en los Bosques, tenían una vista privilegiada, si bien los Elfos de por sí ya poseen esta virtud, en los Elfos habitantes del Reino del Bosque tal habilidad se había perfeccionado, su visión y, por lo tanto, su destreza con el arco eran superiores a las de los demás Elfos; no había en la Tierra mejores arqueros que aquellos. Su vida entre el follaje y la maleza les dio también un alto conocimiento sobre las hierbas, no había hoja que no reconociesen o utilizasen.
 Pero los Elfos Peregrinos eran poderosos, los que dominaban a la perfección las armas para defenderse y atacar, conocían también las mejores artes para curar las heridas. Y eran además muy doctos en la ciencia y conocimiento de la Tierra y su pasado y, dicen algunos, su futuro. Así, cuando el pueblo de los Elfos peregrinos se unió al pueblo de los Bosques, ambos se vieron enriquecidos, y toda la sabiduría de los hijos de Harmírion fue registrada en numerosos pergaminos, portadores de las artes de estos Elfos. Tales documentos fueron registrados en los Archivos del rey, una estancia de techo redondo, amplias mesas y estantes altos, todos ellos con anaqueles repletos de libros y rollos de pergaminos. Ahí pasaba las tardes y las noches una criatura inmortal, hermosa pero oscurecida por el despecho: Ryriel; y aprendió este conocimiento y lo usó para sus propios propósitos. Leía y releía los pasajes sobre pociones y encantamientos, aprendió los secretos del pasado por las canciones registradas en los pergaminos, logró dominar las lenguas de Elfos y de Hombres... y eligió para sí misma un nuevo nombre, que mantuvo en secreto, oculto en su ahora ennegrecido corazón. Pero a veces la pena también la vencía, y esos días volvía en sí, aunque sea sólo por pocos minutos.

-No a mí, si ha de volver... no será a mí –se decía Ryriel llorando sin lágrimas, pues triste y llena de amargura... el corazón se le había oscurecido. Ya no era más la tímida doncella que algún día danzase para el rey en otoño, no. Era ahora una sombra que se deslizaba por los rincones, hablando entre dientes, urdiendo planes, deshaciendo todo lo hermoso que veía a su paso, y fue desde entonces una criatura infeliz y desdichada.
-¿Ryriel? –preguntó una voz tras ella-, ¿es Ryriel vuestro nombre?
-Lo es, Señor –respondió ella, sorprendida. Y al girar para ver quién la había llamado vio que era un rostro conocido.
-Pues Linorn es el mío, si os interesa saberlo –dijo él. Y sonreía amablemente.
-Lo sé, Señor. Sólo... sólo deseaba aprender algunas canciones –dijo ella, Linorn sonrió aún más y sin saber por qué, esto molestó a Ryriel.
-Vaya, habéis encontrado mi escondite, ¿un buen sitio, verdad? Silencioso, fresco... y muy triste. Vengo aquí cuando tengo muchas cosas en qué pensar, pues es el lugar ideal para reflexionar en paz.
-Señor, si mi presencia os incomoda... me marcharé, con vuestro permiso.
-Oh, no. No me malentienda, soy yo quien se va pues vos llegasteis primero. Adelante, no os sintáis incómoda, podéis quedaros aquí las veces que deseéis, siempre y cuando no me encontréis leyendo... no suelo ser una buena compañía –dijo Linorn, pues había advertido el descontento en la muchacha.
-Mi Señor... –empezó a decir Ryriel pero Linorn ya se había marchado. 
-Linorn... si no me equivoco es el tercero de los hermanos de la Dama Nimedhel. Muy amable, aunque algo extraño. Oh, de haber sido el mayor, el severo Mirluin, sin duda habría tenido que marcharme de este lugar. Lo mismo con el segundo, Rilrómen, muy apuesto y desesperantemente alegre, pero algo travieso según lo que he oído decir a las otras doncellas. Sin embargo, él me dejó quedarme... qué tiempos estos, y que Elfo tan iluso, debería tener a bien guardar sus amabilidades pues son otras las artes que nos harán sobrevivir, pero... ¿qué digo? ¡Ja!, este Elfo me ha dado la clave. La respuesta a mi amargura. Sí, sí, con palabras y gestos, con mimos y cuidados, seré toda amabilidad, sí, así conseguiré lo que quiero... –decía Ryriel en susurros, y se frotaba las manos y se pasaba la lengua por los labios como saboreando lo inexistente.

      El corazón de Ryriel estaba oscuro, casi marchito, maltratado por el dolor y la frustración, y  ahora era ella una mujer parca, fría y malévola. El egoísmo y los celos la cegaron. Así, con la mente oscurecida y el corazón contaminado, fue al encuentro de Nimedhel. Ella también sufrirá, se decía mientras caminaba a las habitaciones de Nimedhel, compartirá el dolor que yo siento, ahogará sus vanas esperanzas en lágrimas, haré que la duda nazca sobre todo aquello en lo que cree, no conocerá la paz ni la alegría luego que mis palabras hayan tocado sus oídos, entonces, cuando sus ojos ya no brillen, cuando su cabello ya no sea rojo, habré consumado mi venganza. Oh, qué palabras terribles inundaban la cabeza de esta muchacha, su corazón no volvería a sanar. De esta manera, urdió un plan malvado, sucio, digno del más bajo de los sirvientes de la oscuridad, pero con más inteligencia y recursos. Caminó y caminó, y al llegar ante Nimedhel, disfrazó sus verdaderas intenciones con sonrisas falsas y colmando de atenciones a su víctima. Así, un día esperó a que Einiel se ausentase para poder llevar a cabo su plan.

-Sabia Nimedhel, oh, piadosa Señora, deseo pedirlos perdón.
-¿Ryriel? –preguntó Nimedhel, pues la doncella había irrumpido en sus aposentos y ahora estaba frente a ella con el rostro inclinado y con una expresión en el rostro que denotaba mucha pena-. Dama Ryriel, ¿qué os ocurre?
-He venido a ofrecerle mis disculpas, Señora. Reconozco que he obrado mal y deseo serviros.
-Levantaos ya, Ryriel. No hay necesidad que hagáis esto, pues yo misma os perdoné vuestra indiscreción hace tiempo... poco después que el príncipe partiera –y al decir esto Ryriel levantó la mirada y a Nimedhel le pareció ver un extraño fulgor en los ojos de la doncella, pero sólo fue una impresión, o esto creyó en un principio.
-Sí, hace tiempo ya. Pero he aprendido de mi error y me he arrepentido, créame Señora, deseo subsanar mis desaciertos sirviéndoos.
-Si tanto deseas hacer algo por mí, ¿por qué no os quedáis conmigo a charlar? Las tardes son largas y cada vez más frías –dijo Nimedhel y Ryriel aceptó de inmediato fingiendo estar complacida, había dado el primer paso para llevar a cabo su plan.

      El tiempo pasó y Ryriel, con palabras amables y risas fingidas, supo ganarse la confianza de Nimedhel, claro que la visitaba cuando Einiel no estaba, pues la nodriza siempre había desconfiado de ella. Pero las tardes en que la nodriza tenía otros quehaceres se la pasaba hablando con Nimedhel, y ella le compartió canciones e historias de los días antiguos, y Ryriel escuchaba atenta cada palabra de su Señora. Mas poco a poco su expresión fue cambiando, cada día estaba más opacada, un día apareció con el semblante triste y Nimedhel se preocupó.
-Decidme, Ryriel, ¿qué os ocurre? –preguntó Nimedhel.
-Oh, mi Señora. Habéis sido tan amable conmigo, permitisteis que os acompañe y compartisteis conmigo canciones hermosas y me habéis otorgado grandes dones y favores, y yo... grandísima traidora y mentirosa... –dijo Ryriel y dejándose caer al suelo comenzó a llorar. Nimedhel se arrodilló frente a ella e intentó consolarla.
-¿Qué es lo que decís, Ryriel? ¿por qué habláis de traición y engaño? –preguntó Nimedhel.
-Os he mentido, mi Señora, todo este tiempo os he ocultado cosas que debierais saber, pues sé de vuestro amor por el príncipe, y sé que es sincero. Pero él...
-¿Él? ¿tienes algo que decirme sobre él, Ryriel?
-Sí, sí –respondió Ryriel y estalló de nuevo en lágrimas, Nimedhel la calmó con palabras dulces y entonces Ryriel continuó-. Hace tiempo, cuando aún se celebraban los Torneos en medio del Bosque, el príncipe resultó herido en una incursión para rescatar a vuestro hermano, preso por las arañas. Yo curé sus heridas ese día –comenzó a contar Ryriel y Nimedhel recordó claramente lo que sintió aquella vez, sin embargo lo había olvidado. Mas Ryriel hizo que aquel recuerdo aflorase de nuevo. Entonces, continuó su relato-. Mientras estuvimos solos en aquella tienda... Oh, mi Señora, fui de él, conoció los secretos de mis ropas y quiso...
-¡Basta! ¿qué sandeces dices, Ryriel?, ¿esperas que crea tamaña mentira? –estalló Nimedhel, apartándose de Ryriel.
-Mi Señora, no os miento. Juro que es verdad todo cuanto digo, pero... Oh, ya no podía callar, necesitaba decírselo. Sé que vuestro amor es sincero y puro, y por lo mismo no merecéis ser engañada. He hablado con la verdad. Si queréis pruebas de mi relato, voy a dárselas.
-¿Pruebas? No puedes ofrecerme lo que no tienes, o lo que no existe. No tienes pruebas de nada porque estás mintiendo. ¡Desaparece de mi vista!
-No antes de demostraros que no miento –dijo Ryriel y por un instante el tono de su voz, hasta ahora sumiso y zalamero, cambió hasta ser rudo y amenazante-. No quedaré como una mentirosa, mi intención era ser sincera con mi Señora, pero vos no me creéis. Sólo me queda mostraros la única prueba de mi verdad –dijo, y de una de sus manos empezó a brotar un extraño brillo que Nimedhel reconoció en seguida.
-Dame lo que tienes en las manos –ordenó Nimedhel. Pero la doncella no obedeció.
-¿Lo veis, mi Señora?, fue un obsequio: el regalo de un amante agradecido -dijo Ryriel con una voz suave, casi dulce, y llena de una amarga satisfacción. Nimedhel no lo soportó. Ryriel tenía en sus manos las Siete Piedras de los Enanos, las mismas que guardara en la Fuente y que Legolas juró que nunca tocaría-. Son para ti, como un recuerdo. Tómalas y guárdalas, y que nadie nunca las vea en tu posesión... pues hay quienes en su corazón siembran odio y cosechan envidia y celos. Así me dijo él, prohibiéndome, sutilmente, que revelase el secreto. Esto fue cuando partió no hace mucho tiempo. Ah, todavía lo recuerdo...  estaba tan triste...
-Todo esto es una treta tuya, Ryriel. No creo nada de lo que dices. Ahora, ¡largo! Eres impura ante mis ojos –dijo Nimedhel indignada.
-Pero mi Señora, no lo toméis así. Además, si no me creyeseis... no estaríais tan enojada –dijo Ryriel.
-¡Mentirosa, vil, la más astuta de las víboras! Te has arrastrado hasta aquí sólo para segregar tu veneno, tu lengua negra no conoce el reparo y tu sucia boca no tiene censura.
-¿Por qué continuáis llamándome mentirosa? Oh, ¿cómo puede ofenderme así? –dijo Ryriel juntando las manos contra su pecho y derramando algunas lágrimas y soltando gemidos como un ciervo herido.
-Lágrimas falsas. ¡Soltad ya esas Piedras! Tus garras no merecen tocarlas. Dadme eso –ordenó Nimedhel, pero Ryriel las arrojó al suelo con desprecio.
-¡No merezco que me tratéis así! Si queréis más pruebas... id a la habitación del príncipe pues allí encontraréis...
-¿El príncipe? Oh, no te atrevas a mencionarlo de nuevo en tu boca emponzoñada. No, no he de creerte.
-¡Pero soy yo la engañada! Pues con palabras dulces y promesas falsas fui llevada... a mi perdición –dijo Ryriel estallando de nuevo en lágrimas.
-Muy astuta fuiste, con palabras dulces y amables trataste de ganarte mi confianza, fuiste zalamera y melosa en tus tratos para poder acercarte a mí, poco a poco. Hasta que la envidia no soportó más para estallar en mentiras. ¡Largo! Pero antes, respóndeme. ¿Cómo has podido sacar las piedras de la Fuente, estando protegidas con encantamientos?
-He ahí la prueba: yo no las saqué... fue el príncipe –sentenció Ryriel. Y en ese momento la duda nació en Nimedhel, pues sólo ella, sus hermanos y Legolas tenían el suficiente conocimiento y poder para extraer algo de la Fuente.
-Ryriel, si descubro que eres sincera... largamente pagaré haberte llamado mentirosa. Pero si sé que mientes, más te vale desparecer, pues no conozco la piedad para aquellos que me traicionan.
-Habláis con justicia, mi Señora. Cuando hayáis visitado la habitación del príncipe... sabréis que digo la verdad.
-Largaos ya, Ryriel. Que no te vuelva yo a ver por aquí –dijo Nimedhel, pero en su voz ya no había furia, ni en sus ojos indignación. Ryriel se marchó ocultando la sonrisa terrible. Entonces Nimedhel descubrió en sí misma que desconfiaba de su ser más amado. La idea de la traición de Legolas empezó a rondarle por la cabeza y durante mucho tiempo esos pensamientos se alojaron ahí, atormentándola día y noche. Ryriel había logrado, en parte, su cometido.



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