Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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La Hueste Blanca
     
-No, no es un hechizo, Gimli. ¡Puedo verlo! ¡Jinetes Blancos! –gritaba Legolas.

      Y en efecto, no menos de medio centenar de jinetes venía hacia ellos. Delante de las filas iba un alto caballero, la cabeza cubierta con un fino casco plateado. Tras ellos, otros jinetes, más delgados pero no menos altos, avanzaban a gran velocidad. Y luego todo un batallón de Caballeros Blancos, todos vestían como las nubes en verano y lucían en el pecho una gema roja. Pero había también jinetes vestidos como los árboles, aunque no más de una veintena, portaban arcos gruesos y sus carcaj estaban llenos. Cuando estuvieron más cerca, Legolas pudo distinguir tras los capitanes, dos hermosos estandartes. Uno era verde como el olivo y el otro tan blanco como el diamante. Las filas de jinetes llegaron hasta ellos arrasando a los orcos como una marea barre con las huellas en la arena. Trasgos, trolls o cualquier otra criatura, nada era impedimento para su cabalgata, tras ellos se extendía una alfombra de cadáveres oscuros.
     
      La isla en la que los Hombres se habían replegado ahora estaba rodeada por una marea blanca y brillante como espuma de mar. Cualquier testigo que desde el cielo pudiese ver la batalla, diría que aquello era en verdad una isla pequeñísima, diminuta, casi insignificante, en medio de un mar de aguas negras y turbulentas que amenazaban con hacerla desaparecer, pero alrededor de ella se alzaba ahora un halo límpido y diáfano, cual luz protectora. Al fin, los Hombres reaccionaron, dando vivas a los Nuevos aliados. El capitán de la Hueste Blanca se adelantó hacia Legolas, el mismo que viera en la Batalla de las llanuras de Pelennor, así supo que no había sido una ensoñación. Pero el capitán nada dijo, sólo levantó la mano en señal de saludo y ordenó con una seña a su Compañía que avanzase.
-¡Mettanna! (¡Hasta el final!) –gritaban los caballeros sin soltar la espada o el arco.
-¡Mettana! –respondió Legolas con los ánimos renovados. Y a medida que avanzaba y los orcos caían mutilados a sus pies, las filas de Jinetes Blancos pasaban como el primer soplo del viento en la mañana, como la brisa del mar en el rostro, como fantasmas fríos y tristes, pero aguerridos y poderosos. Tenían cubiertos los rostros por los cascos resplandecientes y sus manos eran blancas y sus ojos brillantes. Legolas gritó en su lengua palabras de coraje y ruina, de gloria y muerte. Y luchaba con todas sus fuerzas, la cabellera desmelenada, el traje verde convertido a tierra. Pero ya no gritaba, ahora su voz era un rugido, alta y clara se elevó de entre el chasquido de los yelmos contra las espadas. Y era aquel sonido como un canto de esperanza, el nacimiento de un nuevo día.
     
      La Hueste Blanca rugía también y, temeraria y enfurecida, penetró en las filas enemigas, deshaciendo, cortando, agitando las largas espadas. El Enano buscó a su amigo y, viéndolo luchar, se le enardeció el corazón y nunca hubo un hacha que propinara golpes más certeros. Pero al girar para contemplar a Legolas le pareció que una luz, extraña y noble, envolvía al Elfo. Parecía bañado en polvo de oro y coronado con estrellas. Y cuando el Elfo halló a su amigo el Enano, lo vio majestuoso, de ojos vivos y manos fuertes. Vamos, hijo de Glóin, obtén más gloria para ti y los de tu raza, decía Legolas en la mente.

      Tras el alto Capitán Blanco avanzaban los soldados, a muchos les sorprendió ver que gran parte de éstos inesperados aliados sean tan delgados. Pero luchaban con una bravura y ferocidad enormes. Y avanzaban rugiendo contra el viento y los oscuros adversarios. Los Jinetes Verdes disparaban flechas certeras contra cualquiera que no respondiese a su bandera, y lo propio hacían los Caballeros Blancos con sus espadas. Ahora eran las tropas de Mordor las bañadas en sangre, aterradas, gemían como bestias golpeadas y moribundas. Pero de repente... el Capitán Blanco cayó. Uno de los jinetes blancos, erguido y de mirada orgullosa, corrió hacia él a todo galope. Pero los trolls ya se arremolinaban alrededor del Jefe Blanco. Legolas no lo soportó. Montó una vez más en Arod y fue en auxilio del bravo Capitán... tal vez adivinando de quién se trataba, tal vez por algún extraño y afortunado presentimiento.
-¡Deteneos, inmundas bestias! ¡No se atrevan a tocarlo! ¡Deteneos! –gritaba Legolas a su paso entre las filas enemigas. Y era tal su arrojo y desesperación que los que se cruzaban en su camino preferían esquivarlo y huir antes que intentar detenerlo. Y a lo lejos el Capitán se ponía de pie, aún tenía fuerzas y las aprovechaba bien. Ruina, oscuridad, muerte. El crepúsculo amenazaba con ser más rojo que la sangre vertida por los enemigos de Mordor. Legolas ya estaba cerca-. ¡Subid a mi caballo, peleemos juntos! –dijo el Elfo, pero el Capitán sólo respondió con una venia de agradecimiento y continuó peleando. Entonces, Legolas se apeó del caballo y le ordenó que se marchase. La bestia obedeció, aunque de muy mala gana pues había llegado a amar de veras al Elfo. Los trolls los rodeaban, uno de ellos empezó a emitir unos gruñidos grotescos a los otros, que le respondieron de la misma manera.
-Grrrr, arrrrg. ¿Veis a estos dos? ¡Arrancadles las piernas primero! Yo quiero sus cabezas, arrrg, quiero ver sus caras con dolor... Inmundos, venid bocaditos, venid, grrr, gurrrm, arrg –dijo el troll más grande.
-¡Arrg! Los brazos son míos, los brazos son míos –dijo otro.
-¿Y para mí? Gurrrrm, grrrrag... ¡No me quedaré con los huesos!, que sólo sirven para quitar las sobras de entre los dientes, gurrrrm –se quejó otro. Pero Legolas y el capitán los miraban con una furia cada vez mayor, blandiendo sus espadas.
-Seré yo quien se quede con tus huesos, bestia de Sauron. ¡Serán usados para levantar las hogueras en las que vuestros nidos habrán de consumirse! –dijo Legolas con rabia y orgullo. Pero el troll mayor no pudo responder, porque al intentar darle a Legolas con su enorme mazo, éste lanzó un largo puñal con empuñadura de plata contra él, atravesándole la garganta. Así, la lucha continuó con los trolls atacando sin cesar a Elfo y capitán. Ambos, en una lucha que sólo las canciones pueden narrar, derrotaron al resto de enormes criaturas. Pero una de ellas aún se resistía, era un troll fornido y usaba dos mazos con púas aserradas en las puntas. Con ellos acosaba y atacaba, uno, dos, tres golpes. Pero todos eran esquivados. Sin embargo, el troll había logrado acorralar a sus dos enemigos contra una elevación rocosa.

      Pero en eso, el troll se detuvo en seco y cayó al suelo con un golpe sordo. Tenía en la espalda un hacha, y en la nuca una flecha plateada. Los dos guerreros, asombrados, levantaron la vista y pudieron distinguir entre la polvareda, a otros dos jinetes que venían hacia ellos. Uno era alto, delgado, y vestía de blanco hermoso, llevaba en las manos un arco de oro. Pero el otro era una gruesa figura que apenas dejaba notar el casco por detrás del cuello del caballo.
-¡Gimli! Pero... ¿cómo? Tú odias los caballos, más aún a éste que te obligué a montar junto a mí –dijo Legolas sin salir de su asombro, pues su amigo el Enano venía montado en Arod... bueno, no exactamente montado, sería mejor decir que estaba aferrado con brazos y piernas al incómodo animal.
-Más tarde te respondo, Elfo. Ahora dime cómo bajarme de él ... Aaaaaaaah, no lo soporto, no. Aaaaaaah, quiero bajar, quiero bajar. No sé cómo accedí a venir contigo, bestia endemoniada, basta, basta, quiero bajar yaaaaaa –decía el Enano dando tumbos en el caballo-. Algún día, Elfo, has de pagarme este favor... Aaaaaaaaahh.

      Pero el capitán subió al caballo del delgado jinete blanco que lo había socorrido, y lo mismo hizo Legolas cuando hubo tranquilizado al Enano. Los cuatro emprendieron la marcha blandiendo sus armas. El Capitán Blanco, y el Jinete delgado que lo llevaba, continuaban su lucha. El primero con una espada larga, y el segundo con un arco dorado y flechas de plata. Lo propio hacían el Elfo y el Enano, arco y hacha repartían bien sus golpes y movimientos. Aquello parecía una danza bélica, una ofrenda a Tulkas. Y la batalla continuaba, los jinetes verdes y blancos se mezclaban con los guerreros gondorianos, ataviados con libreas negras y cotas de malla plateadas. En todo el campo el viento rugía, las voces se elevaban al cielo como un canto desesperado, como la última canción del guerrero antes de la caída. La ayuda inesperada había sido efectiva y útil, pero las fuerzas de Mordor superaban diez veces y hasta más a las tropas de Gondor. Así que una vez más los corazones se oscurecieron.
     
      En ese momento, una brisa fría acarició sus rostros. Ah, era helada y calaba los huesos, pero también era sana, esperanzadora. A un grito del mago, todos alzaron la vista al cielo.
      -¡Las águilas, han llegado las águilas! –gritaban jubilosos los soldados. Todos podían sentirlo, la fuerza abandonaba a sus enemigos, el Gran Ojo, hasta ahora atento a la batalla, dirigió a sus nazgul hacia el Volcán donde fuera forjado el Anillo hace años incontables. Y hacia allá también se dirigieron las águilas, persiguiendo a las bestias de alas escamosas. En eso, una Sombra se elevó en el Cielo, oscureciéndolo todo. Gritó y gimió y rugió. Era la figura elevada de un ser tenebroso, malvado y ruin. Pero había perdido. Sí, estaba perdido, pues en el momento en que la Sombra se precipitó hacia ellos extendiendo la larga mano... desapareció como consumida por el viento. Y el suelo tembló hasta que se hundió y sólo la pequeña colina donde los Hombres se habían replegado quedó intacta. Así supieron todos que la Misión se había cumplido. El Anillo fue destruido, Frodo completó la misión, el mal sucumbió, los orcos huyeron. Pero el volcán maldito escupió humo y roca y lava. Y la esperanza que había renacido de nuevo en la Compañía, se convirtió en dolor y miedo. Pues la marea roja bañaba el Monte y la suerte de Frodo y su leal Sam era incierta. Las águilas alzaron vuelo, junto a Gandalf, hacia aquel río de fuego y no se supo de ellos hasta muchas horas después. Mas, la Oscuridad había sido derrotada.



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