Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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En Moria

      Nunca supieron exactamente cuánto tiempo pasaron en las frías cuevas de Moria, pero ahí sucederían cosas que no habrían de olvidar nunca. Era de noche cuando al fin encontraron el camino bajo que conducía a las puertas del país de los Enanos, pero no era fácil encontrar una puerta así, menos aún descubrir las palabras con las que se abrían, pues los Enanos solían asegurar sus entradas y sus salidas con palabras mágicas y extraños encantamientos. El camino terminó y no encontraron las puertas, que hace tiempo, cuando Enanos y Elfos eran amigos, permanecían abiertas para cualquiera que viniese en son de paz, explicó Gandalf.
-El debilitamiento de esa amistad no fue culpa de los Enanos –dijo Gimli de pronto.
-Nunca oí decir que la culpa fuera de los Elfos –replicó Legolas algo molesto.
-Yo oí las dos cosas –dijo Gandalf, y les rogó que por lo menos esa noche trabajasen en paz, y ambos obedecieron. Pero no daban con las puertas.
-Las puertas de los Enanos no se hicieron para ser vistas, cuando están cerradas –dijo Gimli-. Son invisibles. Ni siquiera los amos de estas puertas pueden encontrarlas o abrirlas, si el secreto se pierde.
      Pero he aquí que Gandalf en su gran sabiduría recordó de pronto un antiguo secreto, ahí, ante la luz de la luna, unas líneas tenues se dibujaron en la roca, brillaban como la plata... y aún más. Era ithildin, y en él se reflejaba ahora una maravillosa puerta, donde caracteres élficos y símbolos de enanos se mezclaban. Pero a pesar de esto, aún quedaba un problema... ¡las puertas seguían cerradas! Mas la pericia del Hobbit las pudo abrir finalmente, el secreto: ¡un acertijo!
      Se prepararon para entrar y algo los demoró, pues una figura espantosa de largos y viscosos tentáculos arrastró a Frodo de los tobillos, el hobbit Sam logró safar a su amo de aquel percance pero la amenaza continuaba. Legolas sintió un gran asco, la criatura movía los tentáculos con furia y desesperación, Gandalf ordenó a todos entrar al pasadizo oscuro que se abría tras las puertas y todos obedecieron en el acto, la criatura se aferró con sus brazos como serpientes a la puerta y ésta se cerró, las puertas giraron y con ellas se llevaron el último rayo de luz.
      Ya adentro, se encaminaron por donde Gandalf los llevase. Legolas, aunque acostumbrado a vivir en una caverna, se sentía mareado entre tanto muro y roca muerta, la frialdad y dureza de las paredes no hacían otra cosa que incrementar su ansiedad por salir de ese lugar. Delante de él marchaba Frodo, y delante Gandalf y Gimli, guiando al grupo. El Enano parecía encantado a pesar que la oscuridad apenas dejaba notar el camino, de vez en cuando giraba la cabeza y Legolas notaba que un fuego extraño le ardía en los ojos, como si estuviese volviendo al hogar perdido o encontrando un tesoro existente sólo en sueños. No lo culpo, pensó el Elfo, si en este momento me encontrase en mi propia casa... mis ojos no podrían brillar más que los del Enano. Pero Gimli tenía otras cosas en mente, ¿Qué no deseaba entrar a Moria, dijo el Elfo? Y véanlo aquí y ahora, marchando tras la sabia guía de Gimli el Enano, ¡ja! Ya decía yo que en algún momento necesitarían de mí, más que de guardaespaldas de un mediano. Ah, ya quiero llegar a la ciudadela principal, estos pasajes no son más que callejuelas, aunque de piedra muy bien trabajada, me atrevería a decir. Pero la verdadera joya está más allá... sí, el País de mi padres, la hermosa Moria. Sin embargo, no sólo muros y piedra vería Gimli en la travesía, pues antes del fin derramaría lágrimas.
     
      Luego de mucho andar, llegaron a una cámara amplia, en medio había una tumba, y en ella estaba escrito en caracteres rúnicos: Balin, hijo de Fundin. Señor de Moria. Gimli se cubrió el rostro con la capucha y Legolas pudo oír los pausados suspiros del Enano, así supo que éste lloraba. Y sintió compasión por el Enano, y hasta le hubiese gustado decirle algunas palabras de consuelo, pero prefirió callar, tal vez la prudencia le impidió en ese momento acercarse. Todos guardaron silencio y algún rato después Gandalf descubrió un diario en el que una última incursión de Enanos registró noticias siniestras: estamos atrapados... han tomado el puente y la segunda sala... el fin se acerca... tambores en los abismos... no podemos salir... están acercándose... Un repentino temor invadió a Legolas, escuchaba, o le parecía escuchar una tenue percusión a los lejos, pero muy pronto aclaró sus dudas, pues en efecto ahora todos oían el bum, bum cada vez más fuerte. Eran los tambores en los abismos, estaban atrapados, ¡no podían salir! De inmediato una multitud de orcos se precipitó por el pasaje que conducía a la Estancia de la Tumba y la Compañía se vio forzada a replegarse al interior de la cámara, atrapados como estaban sólo les restaba luchar con todas las fuerzas de las que dispusiesen. Antes que Gandalf pudiese urdir algún plan... el ataque empezó, un pie gigantesco y escamoso se asomó por la puerta principal, el miembro inferior de un troll que amenazaba con entrar. Pero Frodo respondió con una estocada que dejó una herida profunda en el troll, la pelea empezó y todos hacían uso de sus fuerzas, pues los orcos parecían reproducirse como por arte de magia. Pero al cabo de un breve enfrentamiento no les quedó más remedio que retroceder y escabullirse por un pasaje, Aragorn cargó a Frodo pues ésta había sido alcanzado por la lanza del troll, pero Gimli tuvo que ser arrastrado por Legolas, pues a pesar del peligro se había detenido cabizbajo junto a la tumba de Balin.
-¡Vamos, Señor Enano! –le dijo Legolas-, ya habrá tiempo para el luto. Ahora  ¡marchad! Los orcos no esperarán a que terminéis vuestras oraciones.
-¡Ningún Elfo me dirá qué hacer! Mucho menos vos, niño bonito... Sin embargo, debo daros la razón. Sí, marcharé contigo, Señor Elfo, aunque sólo sea por la premura de la situación –dijo Gimli y ambos salieron apresurados por la puerta trasera.
      Pero el peligro no terminó ahí, a menudo Gandalf se retrasaba en el camino y volvía jadeante y cansado, y no se cansaba de repetir que las espadas no servían contra el nuevo peligro, fuego, decía, pero no daba otra explicación. Así, llegaron a un puente estrecho que atravesaba un abismo interminable, Gimli fue delante y a él lo siguieron los hobbits más jóvenes, giraron el rostro y a lo lejos distinguieron el resplandor del fuego, y contra esta luz roja se dibujaban las siluetas encorvadas de cientos de orcos que se acercaban corriendo entre alaridos y pasos pesados.
      Legolas trató de probar suerte con una flecha, a pesar de la gran distancia confiaba en su puntería, clavó sus ojos en un objetivo y estiró la cuerda, pero de repente una visión terrible nubló su vista. Por un instante una humareda negra le hizo perder la noción de la realidad y en su mente se dibujaron llamas en las que una multitud de ojos llorosos se consumía, podía escuchar gritos lejanos... parecían mujeres llorando a sus hijos, y luego imágenes fugaces de rostros desconocidos que se deformaban al contacto con el fuego, un sonido de fuertes galopes y gritos de voces poderosas y antiguas, y entre ellas escuchaba clara una risa terrible y cruel, y luego... silencio. Todo esto no duró más de unos segundos, pero el Elfo sintió que pasaba una eternidad perdido en la negrura, y sintió su propio cuerpo vacío, consumido, apagado y enfermo... ¿era así como los mortales sufrían las enfermedades?, pero la humareda abandonó su vista y éste pudo distinguir ahí, frente a él, a la causa de su repentina ceguera: ¡era un Balrog!, espíritu antiguo y oscuro, servidor de la Sombra, anterior a la Tierra misma, un ser que ya caminaba antes que los Hombres despertasen, antes que la Tierra tuviese una forma definitiva, el Azote de los Elfos, pues de éstos se alimentaban a veces, si no era del temor y del odio que eran su principal fuente de existencia. El terror tocó el corazón de Legolas en forma de fuego, pero un fuego que no ardía, sino que congelaba la sangre y endurecía los miembros con sólo presenciarlo. La figura tan temida por los Elfos, que ni siquiera en canciones se atrevían a recordar en los palacios de Thranduil, ahora estaba ante él. Se sintió inútil, impotente y débil con el tosco arco en la mano. El Balrog avanzó y de un salto llegó al puente. El temblor que provocó entonces removió hasta las entrañas del Elfo y éste, no pudiendo ocultar más su miedo, cayó al suelo, soltó la flecha y con ella... un grito de desesperación, su terror se manifestó en una voz débil y quejosa que todos pudieron oír. Los otros voltearon a ver qué era lo que había aterrorizado al Elfo y he aquí que todos compartieron su temor, pues temblaron y el corazón se les detuvo. Pero la fortuna quiso que Gandalf el mago viniese con ellos, y éste los despertó con su voz imponente y poderosa.
-¡Por el puente! Yo le cerraré el paso aquí. ¡Huid!
      Todos obedecieron, uno a uno atravesaron el puente y llegaron a la sala opuesta, desde ahí contemplaron mudos e impotentes la pelea entre el mago y la bestia. El Balrog esgrimía un látigo de numerosas colas, que ardía con un fuego imperecedero, y Gandalf el mago se erigía solo en el puente, apoyado en su vara, se veía débil y cansado ante el Balrog. Pero de pronto estalló en un grito.
-No puedes pasar. Vuelve a la Sombra. ¡No puedes pasar! –gritó, y de su vara salió un repentino rayo de luz enceguecedora, la vara se quebró en dos y con ella el puente, haciendo que la bestia cayese al vacío. Por un instante la esperanza volvió al corazón de la Compañía, pero Legolas advirtió todo lo contrario, pues sus penetrantes ojos distinguieron el látigo del Balrog, y éste se enredó en las rodillas del mago. El anciano se tambaleó y cayó al suelo, tratando inútilmente de asirse a la piedra, deslizándose al abismo.
-¡Huid, insensatos! –gritó y desapareció.
      Legolas estaba horrorizado, y no menos lo estaba el resto de la Comunidad. Mientras aún lograba distinguir un tenue resplandor en el abismo, pero nada más que reflejos; de repente vinieron a su mente imágenes difusas y extrañas: se veía colgado boca abajo, un joven ciervo oculto en la maleza y... un colérico anciano vestido de gris que amenazaba convertirlo en roedor, ¡qué distinto era todo en aquellos tiempos! Pero Aragorn lo despertó con un grito. Salieron corriendo por el pasaje y más allá encontraron una escalera y en ella a un grupo de orcos, pero dolidos como estaban sólo atinaron a defenderse de una manera salvaje, los orcos huyeron aterrorizados y la Compañía subió las escaleras, más allá se distinguía un hálito de luz y finalmente la salida, afuera el viento silbaba y el Sol los enceguecía. Corrieron aún un trecho largo, y cuando estuvieron a buen recaudo... la pena los venció. Legolas caminó lentamente hacia una gran roca que se erguía a un lado del Valle, ahí, oculto por la masa de piedra, lloró amargamente. Y entre sus lágrimas discretas no faltaron las maldiciones, una y otra vez derrochó amargura, y sintió odio, un odio infinito, tan infinito como su vida misma.
-Gandalf, Gandalf. Te llevas contigo la poca esperanza con la que esta Compañía contaba. ¡Maldita sea la hora en que decidí venir!, así me hubiese ahorrado el dolor de tener que presenciar tu caída, ¡y maldita sea la Sombra!... –decía el Elfo, golpeando la roca con los puños, y las lágrimas no dejaban de humedecer sus blancas mejillas. Se tocó el pecho con ambas manos y sintió un objeto extraño: la estrella roja, el regalo de su ser más querido-. Tú lo sabías, de alguna manera siempre lo supiste, la esperanza me abandonaría y la pena ocuparía su lugar –se dijo, recordando las palabras de Nimedhel-. Ah, mucho hemos de lamentar tu ausencia. Pero basta –dijo y se secó los ojos con las mangas de su camisa-, la cólera de Gandalf no era para temerla sino para seguirla, y así será. Pues aún quedan algunos dignos de llevar a cabo empresas como esta. Sí, no voy a defraudarte, Mithrandir. Antes del fin honraré tu sacrificio –dijo y, guardando el rubí entre sus ropas, se dirigió a la Compañía, los medianos lloraban desconsoladamente, tendidos en el suelo. El Enano suspiraba muy fuerte y a sus suspiros los acompañaban lágrimas y quejas. Los Hombres, en cambio, estaban de pie y parecía que nada los haría doblegarse ante el viento que ahora rugía con más fuerza, pero sus ojos estaban húmedos y sus párpados rojos. Sí, a ellos también los había tocado la pena.



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