Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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La partida

-Dijiste que respetarías mi voluntad –dijo Nimedhel.
-Y aún es así. Pero el camino que le espera es oscuro e incierto. Y la Oscuridad es grande y el Enemigo poderoso. No habrá necesidad de partir a una guerra inminente cuando ésta avanza hacia nosotros. Y él ha elegido partir –dijo Mirluin.
-Y volverá –replicó ella.
-Eso sólo lo saben los cielos. Ay, a mí también me pesa esto, he llegado a amarlo como a Linorn, pues es a él a quien más se parece. Pero por más afecto que sienta, no puedo ocultar lo que el corazón me dice, y en mi pecho sólo hay angustia y... miedo –dijo él.
-¿Deseas en verdad que regrese? –preguntó ella.
-Oh, iría yo mismo acompañándolo para asegurarme de que así sea. Pero fue voluntad de Elrond de Imladris que partiera él en representación de nuestra raza, y un digno representante en verdad.
-Se irá en unas horas. Oh, cuán largo es el brazo del enemigo que hasta mi corazón alcanza, aún no parte pero ya me siento incompleta –dijo ella.
-Lo has elegido ya. Sé que desde hace tiempo tu corazón había hecho una elección, pero no querías decírmelo –dijo Mirluin.
-¿Lo hubieses aceptado? –preguntó ella.
-Sabes que no. Y no porque no lo amase o porque lo considerase inferior, sino por todo lo contrario. Mira, yo soy mucho mayor, mayor incluso que el mismo Thranduil, y las hazañas y las guerras han hecho mella en mí, pero en ellas me gané el derecho de ser el Señor de nuestro clan, y aunque vivamos bajo el cetro del rey del Bosque... aún constituimos un grupo orgulloso y alto. Pero Legolas es joven, tiene todo lo que necesita alguien para ser rey: sabiduría, valentía, voluntad y un corazón noble. Mas, ¿qué otra aspiración tiene aparte de la cacería de arañas y lobos famélicos? No, pequeña, él nació para ser algo más que un cazador osado, más que un bailarín de otoño, más que el hijo de un rey, nació para ser el rey, y esto no se gana heredando una corona de flores en primavera, no; debes ser capaz de salir delante de todo lo que queda de tu pueblo, delante de todo lo que amas, ya sea con la espada en alto o con otras armas, pero luchando, aún en contra de toda esperanza si es que en verdad crees en ti mismo. Así es como se ganan las grandes batallas, de todo tipo.
-Entonces... ¿no me consentirás ni siquiera que me despida de él? –dijo ella.
-Desde luego. Yo mismo quiero abrazarlo, pues lo amo también y la preocupación ya me embarga. Además, debes estar ahí para consolar a Thranduil, pues ama a su hijo no más que yo a ti –dijo él y ambos salieron por los pasillos en la fría mañana de otoño en la que el príncipe partiría a Rivendel y luego hacia el Este y el Sur. El Sol apenas se asomaba en el horizonte y ya estaba el rey de pie, y a ambos lados de él estaban Linorn y Rilrómen, ante ellos, Legolas se alzaba orgulloso, envuelto en una capa verde y su traje era como la corteza de los árboles, pero dentro de las ropas y en el pecho llevaba la estrella escarlata de Nimedhel.
-Vas con todas mis bendiciones –dijo el rey abrazando y besando en la frente a su hijo.
-Y con las mías –dijo Mirluin.
-Parto ya, pues si sigo despidiéndome la voluntad me empezará a flaquear antes del verdadero viaje –dijo Legolas, y montó su caballo. Todos, incluso Rilrómen, estaban serios, graves y fríos como estatuas. El cabello del rey se hacía más claro y el cabello de Mirluin se hacía más azul. Legolas se cubrió la dorada cabellera con el manto e hizo un ademán de despedida. Nimedhel lo observaba en silencio, recordando todo lo vivido la noche anterior, era tan distinto, hace un día le había parecido que nada ni nadie podría apartarla del príncipe, y ahora estaba allí, contemplando su partida-. Volveré, lo juro –dijo y se alejó a galope vivo.
      Lo vieron internarse en la espesura del Bosque, pero aún resplandecía cuando Nimedhel echó a correr, pero no hacia él pues esto hubiese sido muy necio. Fue hasta la colina oeste y en la cima se detuvo, miró de nuevo hacia el Bosque y logró verlo, se había quitado la capucha y el oro de su cabello brillaba. A lo lejos lo vio y supo lo que él pensaba, pues las palabras diciendo te amo eran claras en su mente, pero ella no podía decir nada, así, empezó a cantar en sus adentros y a lo lejos él sonrió y el corazón tuvo esperanza de nuevo, hizo un último saludo con la mano y desapareció en el horizonte.

-Decidme, ¿lo amáis de verdad? –insistió Ryriel, pero Nimedhel parecía ignorarla.
-Niña, es mejor que se retire. La Dama Nimedhel no sesea hablar y... –decía Einiel ante la puerta pero Ryriel la interrumpió.
-No es contigo, nodriza, sino con ella. Dama más fría que el hielo, ¡lo dejasteis ir! -gritó Ryriel y esta vez Nimedhel sí contestó.
-Buena Einiel, la doncella Ryriel tiene razón, es algo entre las dos –dijo Nimedhel y Einiel tuvo que retirarse, aunque de muy mala gana-. Primero, debes saber que accedo a responderte sólo porque conozco tu angustia, muchos años soporté el ver a los míos partir y no volver nunca, todo cuanto amaba desaparecía sin que nada pudiera hacer, y este dolor aún me hiere el pecho. Pero tú, Ryriel eres más joven que yo, aunque tu tristeza no me es ajena. Es verdad, ha partido y sólo Manwe en su trono sabe qué habrá de suceder en su camino.
-Entonces, si sabéis que el brazo de la sombra es largo y su camino oscuro, ¿por qué? Decidme, ¿por qué no intentasteis disuadirlo de viajar? ¿por qué lo dejasteis ir? El os habría escuchado, lo sé, pues mis sentidos no han estado flojos y he visto y oído cosas que a nadie hieren más que a mí –dijo Ryriel.
-¿Qué habéis visto que tanto te lastima? –preguntó Nimedhel pero ya en el corazón sabía que Ryriel la había espiado en las tardes, pero no sintió odio, sino más bien piedad-. Sois osada, tu atrevimiento es grande, pero no te reprocharé más. Eres, al igual que yo, alguien que vive para esperar y sufrir, los Valar nos concedieron la belleza, la sabiduría y la inmortalidad, pero junto a estos maravillosos dones que los Hombres aún envidian... también está la pesada carga de soportar el sufrimiento de la tierra mientras esta exista, y de guardar sentimientos tan eternos como nosotros mismos hasta que el sueño nos purifique. Amas al príncipe, lo sé, o crees que lo amas, pues tus ojos te delatan. Pero más que amor veo odio, dime Ryriel, ¿acaso me odiáis? –preguntó mirándola a los ojos, y Ryriel la notó, no terrible, sino comprensiva y atenta.
-No, mi Señora, no os odio. Pero no puedo mirarla sin sentir que la cólera me embarga. Amo al príncipe, es cierto, pues es lo más sublime que he conocido, y sé que sois alta y poderosa y que merecéis al príncipe tanto como él a vos, pero me pregunto si todas las voces que la nombran sabia no estarán equivocadas, pues por lo menos podríais haber dicho que su partida era innecesaria, podríais haber evitado que se vaya; él sería más útil aquí, protegiendo a los suyos, viviendo entre quienes lo aman, no en el desierto donde la Sombra gobierna a la espera de quien sabe qué desgracias –dijo Ryriel y en su voz había desesperación, reproche e ira.
-Sólo esto te diré, Ryriel, me lo enseñó el dolor y los largos años de angustiosa espera: Si amas algo, déjalo ir, si vuelve a ti es tuyo, si no... nunca lo fue.
-Pero él no volverá a mí... si es que vuelve... no a mí –dijo Ryriel y se alejó de Nimedhel caminando hacia la puerta.
-Eres joven aún, Ryriel, tan joven que hasta me haces sentir más antigua que la misma Tierra. No desgastes tus ojos en lágrimas, y si lo haces entonces cuida que nadie te vea así, ¡sonríe! No hay mejor medicina para el corazón, eso me lo dijo el rey. Ahora, ve y vive y espera, o sino marcha y sigue sufriendo, haz como te plazca, pues ya no puedo aconsejarte más. Te he dado todos los consejos que he recibido, y ni siquiera yo sé bien si servirán en ti o en mí–dijo Nimedhel.
      La doncella se fue finalmente y dejó a una consternada Nimedhel, había visto más pálida a Ryriel, una palidez que ella conocía más que bien, y esto sólo significaba una cosa: tristeza, sin remedio ni consuelo.



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